divendres, 21 d’agost del 2009

El “forn” de Estanislao


Los recuerdos tienen el color sepia de las fotos antiguas. Tienen también ese sabor agridulce y rancio de las cosas aparentemente acabadas que con el tiempo se difuminan y parece que se pierden, pero nunca se borran por completo. En un momento u otro terminan por salir a flote.


Al pasar el otoño pasado, tras largos años de ausencia, por el “carreró” del Trinquet, vinieron a mi mente visiones de otros tiempos. El “carreró”, que en esta tarde lluviosa de noviembre, tiene un aspecto gris, apagado, pulcro y silencioso, tuvo en otros tiempos una vida que ahora se me antoja irreal y alucinante. Recuerdo el paso cansino de las mulas, camino de las huertas, el olor acre del humo del horno recién encendido, el polvo que se levantaba al menor soplo de viento, a pesar de los barridos incesantes de la tía Justa... Para nosotros, los chiquillos de la posguerra, era este un espacio mágico, un terreno acotado que considerábamos muy nuestro. Enrique, Arturo, Pedro, Juan “Moño”, Pep de Martinez... Si alguno de ellos lee estas líneas lo recordará. En él organizábamos partidas interminables de “raspallot”. Nos caían gotas de sudor, nos sangraban las puntas de los dedos, mal protegidos con vendajes y caperuzas de cuero de fabricación casera, rebotaban nuestros gritos entre las paredes del estrecho callejón, se despachurraban las pelotas, que luego volvíamos a coser y recoser, pues los tiempos no estaban para despilfarros. Nuestras partidas se veían constantemente interrumpidas por el paso de mujeres con “capsana i taulell al cap”, camino del horno...


El horno de Estanislao, el “Panader, se hallaba situado justo en mitad del callejón, entre la carnicería de “Moño” y el bar de Bruno, a espaldas del viejo ayuntamiento. Su situación era sumamente estratégica, entre el carrer del Mig y el carrer de l’Estació. De uno y otro lado llegaban al horno las mujeres, a veces con sus hijos pegados a sus faldas, dejaban sus “taulells” encima de la mesa de mármol o bien lo llevaban directamente a la boca del horno, donde José Maria, el hombre de la voz pastosa y ademanes flemáticos, pero de una prodigiosa destreza en el manejo de las largas palas, introducía en el horno todas las miserias de la posguerra: calabazas partidas en dos, boniatos, rollos y minchos de maíz, panes y tortas de dudosa composición...


Detrás del mostrador, Maria Teresa, mi abuela, arrancaba sellos de las cartillas de racionamiento y distribuía un pan pardo y plomizo, de centeno, maíz, cebada, o qué se yo, pan “reglamentario”, estrictamente controlado, del que se avergonzaba, recordando tiempos en los que el horno fue panadería y había en las estanterias un pan blanco, de candeal y unas ensaimadas que, según ella, alcanzaron una reputación poco menos que comarcal. Pero eso era antes de la guerra. Esa era la eterna cantinela que tanto nos maravillaba y nos irritaba. ¿Cómo eran las cosas antes de la guerra? La guerra fue esa fatídica frontera que había separado al parecer para siempre lo bueno de lo malo. Todo antes de la guerra era mejor. El pan era más blanco, las cosechas no solamente eran más abundantes, sino que cada cual podía disponer de ellas como le venía en gana, los tejidos eran de mejor calidad y más resistentes, los aparatos funcionaban, e incluso la gente, al parecer, era mejor y más de fiar.


Pues no se venía únicamente al horno para cocer lo que cada cual buenamente podía. Se venia también para discutir, añorar, desahogarse... Se hablaba unas veces a voz en grito, para hacerse oír, otras en susurros misteriosos y precavidos para contarse los últimos chismes del pueblo, hablar del estraperlo, de las multas y de las requisiciones de los delegados de abastos, se comentaba lo que se había podido ocultar, sin decir de qué manera, se concertaban transacciones y permutas. ¿Cuántos kilos de patatas valía un litro de aceite? ¿Cuántos kilos de garbanzos, de lentejas o de maíz? ¿cuántos huevos? ¿cuántas pastillas de jabón? El aceite era entonces oro líquido y el que podía ocultar alguna arroba a la rapiña de los delegados de abastos podía considerarse feliz.


Ajenos a estos problemas, nosotros, los chiquillos de la posguerra, desplegábamos por el suelo nuestras colecciones de héroes intemporales: Roberto Alcázar y Pedrín, el Hombre Enmascarado, el Guerrero del Antifaz, el Capitán Trueno... Esos si que sabían vivir. Esa era una gente que ni comía, ni dormía ni tenía problemas con los delegados de abastos. Y si los hubiese tenido los hubiese resuelto a su manera: a puñetazos, puntapiés o a punta de espada. Sus aventuras nos trasladaban a mundos exóticos, lejanos e improbables en los que todo era en realidad un juego y en los que todo acababa bien, pues de sobras sabíamos que de todas maneras, por enrevesada que fuese su situación, siempre iban a vencer... Su mundo era como un bálsamo que nos tranquilizaba y nos hacia olvidar una realidad que, en nuestro entorno, era mucho más sombría.


En invierno gozábamos en casa de un lujo inconcebible en aquellos tiempos: la calefacción central... o poco menos. Justo encima del horno había un cuarto cuadrado, con piso de ladrillos incandescentes, bancos de madera empotrados en las paredes, una bombilla de alumbrado incierto colgando del techo, cuya luz subía o bajaba a capricho de las turbinas del molí de Solanes, algunas sillas y una mesa para jugar a las cartas o al dominó. Llamábamos a ese local la “cuba”. Allí el invierno era menos invierno. El calor nos subía desde las plantas de los pies hasta la raíz de los cabellos. Desde la ventana, que daba a un patio interior, mirábamos caer la lluvia helada, y a veces la nieve, en mangas de camisa y poniendo los pies descalzos encima de los bancos, para que ardiesen menos. En una época en la que no había televisión, ni siquiera radio, las veladas en la “cuba” eran memorables. Lo mismo se organizaban ensayos generales de zarzuelas y sainetes valencianos, que se contaban historias espeluznantes de encantamientos y males de ojo, o relatos de una guerra que, aunque parecía ya lejana, estaba muy presente en la mente de todos. A mi, particularmente me encantaban los relatos de Ricardet, el de la tía Justa, narrador genial de desventuras bélicas en las que los héroes estaban a cien leguas de los supermanes de nuestros tebeos.


Con el tiempo, la situación fue mejorando. Los delegados de abastos desaparecieron como tragados por la tierra, el estraperlo se fue cayendo por su propio peso, pues ya no tenía razón de ser, las cosechas eran ya mejores y las mujeres, que continuaban acudiendo al horno con sus “taulells”, fueron sustituyendo poco a poco las calabazas partidas en dos y los boniatos por unos panes cada vez más blancos, casi de candeal. ¡Y cómo olvidar esas esplendorosas monas de Pascua, esponjosas y doradas, con su huevo en medio, cuyo perfume persistente y dulzón llenaba toda a casa, desde la planta baja hasta la última habitación! Todavía no era Jauja, ni por asomo, todavía no nos aproximábamos a ese paraíso perdido de antes de la guerra. Pero al parecer íbamos por el buen camino.



Autor: Rafael Gisbert Bonell